miércoles, 28 de septiembre de 2011

El Instituto.

               Sólo cuando tuve en mis manos el extracto de la nota de Selectividad y vi un 10 al lado del casillero “Filosofía” (entre nueves, ochos, y algún siete…) desperté de sopetón y tuve la horrenda y, a la vez, balsámica sensación de que se habían llevado seis años de mi vida tomándome por un perfecto gilipol.las… a veces horadándome la autoestima hasta límites obscenos. Sí, tengo ganas de echar la pota… me lo pedía el cuerpo. No pretendo darle otra patada a la Enseñanza Secundaria, bastante tiene ya con las de la Aguirre y la Cospedal (que no sé a qué viene tanto asombro cuando todos sabemos cómo se las gasta la derecha con la Educación), sino contar parte de mi experiencia particular que, supongo, pertenece ya a otra época, con formas y métodos manifiestamente distintos (Lo de los canis y la generación "Ni-Ni" aún estaba lejos... aunque empezando a engendrarse...).


               Mi paso por el instituto se produjo en una inestable etapa de transición entre una caduca ley del 70 y una demasiado moderna LOGSE, muy bien planteada siempre que en la práctica no topara con la mentalidad del yugo y el látigo que aún existe indeleble. En semejante gazpacho, uno se podía encontrar de todo: Profesores de Educación Física impartiendo Historia, de Filosofía dando Educación Física o Cultura Clásica, los de Historia dando música, alguno de Francés o Historia dando Ética, de Dibujo dando Informática, de Inglés dando Lengua, de Lengua dando Inglés… . La excelencia, como siempre, la gran jodida en todo este putiferio (con perdón). Siempre que empezábamos un curso, la misma cantinela: “Toda la culpa a la Administración, hasta de no poder dar el temario completo…” parecía que con eso ya algunos ponían su conciencia a salvo…

               De tal manera que mis años allí se pueden dividir en dos etapas bien diferenciadas: la de la etapa BUP y la de Bachillerato LOGSE. La primera fue poco menos que un preparatorio para la cárcel, la segunda… bueno, no tanto, pero sí de gran confusión ya que pertenecí al llamado “curso piloto” de la nueva legislación educativa. De cualquier forma, lo que no está en la ley se puede suplir con voluntad… lo que ocurre es que ésta tampoco era muy brillante que digamos en algunos docentes de los que yo denominaba en la anterior entrada como “chichibailes” (hago especial hincapié en que no todos eran así): Unos necesitaban chulear de conocimientos aunque no supieran ni papa de didáctica, ofuscando más que arrojando luz, como queriendo decir: “Por más que intentéis, no llegaréis a lo que yo sé…”; otros tenían necesidad de descargar sus complejos y frustraciones en personas que consideraban más débiles, con formas pseudo-dictatoriales que más que respeto provocaban risa. No faltaban los que, sin tapujo alguno, llevaban a clase sus problemas familiares y sus “malas noches” (ya saben a qué me refiero). Estaban, también, los que no dudaban en hacer alarde, cada dos por tres, de su impostura; espetando eso de “a mí me da igual que aprendáis, yo voy a cobrar lo mismo a fin de mes…” (de hecho fue la primera lección que aprendimos)… Y no faltaron quienes, simplemente, se comportaban como auténticos payasos (con perdón por este dignísimo oficio) queriendo ir de “guays” con amaneradas posturas que me causaban repulsión. Pronto tuvimos que acostumbrarnos a convivir con expresiones del tipo: “El que no sirva para esto, ahí enfrente está FP”, “la clase de los villarraseros…”, “los niños a la pista de futbito, las niñas a la de voleyball”, “esto teníais que haberlo aprendido en el colegio, lo que pasa es que vuestros maestros eran ton.tos”, “nosotros no somos maestros… somos licenciados” (se pueden imaginar la ridícula altanería)… Con estas estimulaciones que algunos se gastaban, díganme qué actitud podría provocar a la caterva de quinceañeros de hormonas revueltas que saturábamos las clases (más de cuarenta, a veces). Llegamos del Colegio con unos esquemas bien formados. Lo maestros eran considerados semi-dioses… pronto, todo aquello se nos vino abajo.

               No sabemos cuánto bien pero, a la vez, cuánto daño podemos llegar a hacer los que nos dedicamos (aunque sea potencialmente) a la educación de nuestros niños y adolescentes. Doy fe de que en el Instituto había auténticos muertos vivientes, jóvenes a quienes les habían matado el espíritu… no se puede decir tan alegremente determinadas cosas inadecuadas , en momentos y a personas inadecuadas… ya que pueden causar indecible daño. Sólo hay que tener un mínimo de conocimiento sobre psicología infantil y adolescente para saber lo que estoy diciendo.

               La primera y la última vez que se me saltaron las lágrimas de rabia ante un boletín de notas fue cuando una profesora de Educación Física que nos impartía Historia (reconoció no dominar la materia que, por otra parte, me fascina) se permitió el lujo de suspenderme en el primer trimestre porque, a su parecer, en los exámenes de desarrollar no me ajustaba estrictamente a lo reflejado en el libro (habría que verla corrigiendo, comparando palabra por palabra…).

               Otra anécdota me sucedió cuando una profesora (que no impartía su especialidad) escribió en la pizarra la palabra “magister” y la pronunció con una “g” fuerte que, por narices, le tuvo que doler la garganta. Yo, levantando tímida y respetuosamente la mano, le espeté –“magister” (con “g” suave), al momento, la buena mujer ardió en ira, como un Son-Goku antes de luchar; y, con un aire chulesco que tiraba de espaldas, me recriminó ante toda la clase: -“Mira, niño, que yo no voy a aprender Latín sólo para enseñarte a ti, ¿vale?”… Aquello, dicho de aquella forma, ofendió mi dignidad.

               Y una tercera anécdota. Una profesora me llegó a confesar que al principio se sentía incómoda conmigo en clase ya que, decía, yo la miraba con cierto aire intelectual, desafiante, como de estar constantemente sancionando mentalmente sus explicaciones (cuando en realidad era todo lo contrario). Aquello condicionaba, en parte, mi nota en las sesiones de evaluación… "para que se me bajaran lo humos", porque, claro, “Tu eres capaz de más…” (frase que me ha perseguido sin piedad a lo largo de mi paso por Secundaria). Aquella confesión me destrozó anímicamente y me sumió casi a las puertas de una depresión, porque aquello ya se me escapaba de las manos, ¿qué tenía que hacer?, ¿ser otra persona?, ¿aparentar agobios y tener el pupitre lleno de apuntes, lapiceros, libros, stress y nerviosismo?... tendría que ser otro yo… En mi mesa no había más que media cuartilla, un boli y el libro cerrado en la esquina superior izquierda y mi semblante tranquilo…. Los agobios (que nadie sabe cuántos tuve) me los comía en la soledad de mi habitación. Aquella forma de proceder me produjo no pocas desavenencias, tanto con profesores como con compañeros.

               Gracias a Dios, no todos fueron así. Existían otros cuya profesionalidad y calidad humana estaban a prueba de bomba. De entre ellos, sin menoscabar a ninguno de este grupo, destaco a tres que me marcaron en mi devenir posterior: Fernando Ortega, María del Mar Gijón y Luisa Ponce. Grandes entre los grandes. Al primero le debo mi amor incondicional por la Literatura y la actitud crítica ante cualquier acontecer en la sociedad… aún hoy, cuando me dirijo a él vía Facebook, mido muy mucho cada una de las palabras que escribo. María del Mar fue un inmejorable Omega para el mejor Alfa que tuve en la enseñanza del idioma inglés. Y Luisa Ponce… qué decir de ella, si es que deseaba que sus clases (con ella, paso de decir la ñoñería de "sesiones") no acabaran nunca… con qué gusto me hubiera llevado toda la jornada escuchándola. Hoy, un escalofrío me recorre el espinazo nada más pensar que ya forma parte de la tierra que tuvo el privilegio de ser pisada por ella. Creo que le dedicaré una entrada... le debo mucho.
               Si, ya sé que he sido duro (y extenso)… pero es una prueba de que no me gusta ensalzar por ensalzar… nunca he sido pelota, ni caeré en el empalagoserío del “guardo de cada uno un grato recuerdo”… Lo que hago, me gusta hacerlo de corazón. Eso sí, de todos he aprendido algo, aunque sea el no quererme parecer a algunos.

               P.D: Por supuesto, asumo los “cates” que me merecí, sólo los que merecí (que tampoco fueron pocos).

sábado, 10 de septiembre de 2011

"El goma"

               Y mira que se empeñaban en decirnos “¡¡¡Niñoooss!!!, ¡¡¡¡El goma noooo, se dice LA gomaaaa!!!!


               Como muchas veces digo, cada época del año trae un aroma distinto. Para mí, el de septiembre no es ninguno que tenga que ver con creencias religiosas, ni con costumbres ancestrales del terruño, ni nada parecido. Septiembre me huele a madera de lápiz nuevo, a borrador MILAN recién estrenado, a cuaderno de dos rayas en blanco, a tinta de libro nuevo…

               A noches de víspera del primer día de clase subiéndome por las paredes de puro nervio, a Colacao mañanero, que no sé por qué ese día siempre me lo servían hirviendo, cuando me había llevado todo el verano tomándomelo frío (como, por otra parte, más me gusta), a reencuentros por los pasillos, a “¿cómo será el profe?” a… muchas cosas que las llevo grabadas a fuego.

               Hace casi un año decía que recuerdo el colegio como un lugar donde me lo pasaba bomba. No puedo decir lo mismo del Instituto. Jamás comprendí qué era eso de exámenes “de recuperación” o qué diantres era lo que se recuperaba… De cualquier forma siempre me he movido en eso tan recurrente del “Tienes capacidad para más, pero no estás motivado”… como si la falta de motivación fuera congénita. Siempre he tenido una extraña habilidad para con los distintos profesores que han tenido la dicha o desdicha de tenerme como alumno. Los niños y adolescentes no tienen un pelo de tontos (al menos, no teníamos) y notábamos –yo notaba- a leguas cuándo un “profe” sentía en el fondo de su alma lo que estaba impartiendo o cuando lo hacía por mero “cobrar a fin de mes” (verídico). Siempre he sacado las mejores notas con los docentes “cañeros”, los duros, los temidos por los alumnos… los que nos hacían temblar nada más se dejaban ver venir por el pasillo. No me pasaba lo mismo con los “chichibailes”, esos que traían de calle a las niñas (o a los niños cuando eran profesoras)… no saben cuánto me repateaban los bajos fondos el que resolvieran las sesiones con un “Haced un resumen del tema y las actividades de la página 24… mañana las corregimos”… yo, automáticamente, pasaba tres kilos. Eso sí… qué supermegaultraguays eran… que no hacían de sus clases un plomo y que nos iban a aprobar a todos… menos a mí. Recuerdo una vez que tuve la osadía de corregir a uno de esos mientras “explicaba”, jamás me lo perdonó y me las hizo pasar canutas hasta casi hasta última hora.

               Con el tiempo y una caña (más ahora que creo conocer algo del engranaje interno) me fui dando cuenta de demasiadas cosas en esto de la docencia. El respeto (entiéndase la estima alumno-profesor) es algo que se debe ganar, no nos viene dado porque sí. Muchas veces pienso que los docentes no sabemos de verdad lo que tenemos entre manos. Es algo demasiado serio como para tomarlo a la ligera. Una vez le dije a mi padre que ser agricultor era de lo más bonito, pues se trataba de cultivar la materia prima, base de la economía y a la que debemos el nacimiento de la cultura y la civilización. Él me dijo –más bonito es ser maestro, porque cultiváis a personas-. Me dejó noqueado. Eso me enseñó más que sesiones enteras de Epistemología de la Educación.

               Sobre mi vida en el instituto puedo escribir un libro… de momento lo escrito es nada. Entradas de blog suficientes habrá para ello. No se pierdan el próximo capítulo…

lunes, 5 de septiembre de 2011

With two eggs

               No me he podido resistir a subir esta foto que me he encontrado por esos mundos de Facebook. Una carta de la Presidenta de la Comunidad de Madrid a los maestros y profesores, corregida por uno de estos. No tiene desperdicio:



Pueden verlo en su tamaño original pinchando en este enlace: http://yfrog.com/z/klsoesbij

jueves, 1 de septiembre de 2011

Ulises.

               Yo, que a veces suelo ponerme tan impertinente con profundidades filosóficas, no puedo evitar embobarme cuando me reencuentro con videos como el que adjunto.

               Me trae recuerdos de aquellos veranos de mi niñez, cuando ya la siesta iba de paso y aún resonaban los ecos de la sintonía de "Falcon Crest", "El Halcón Callejero" o de "El Coche Fantástico". De tardes de mantas tiradas en aquel suelo de baldosas rojas de cemento y anchos muros de tierra y laja que guardaba cabe sí todo el frío acumulado del invierno (nada de aparatos de aire acondicionado). Las puertas del cierro abiertas de par en par dejaban entrar la fresca marea vespertina uniéndose al frescor de los arriates del patio recien regados. Las peleíllas con mi hermano... que, a veces, acababan con el "enmohinamiento" de uno de nosotros... o con el de mi madre, cuando escuchaba la rotura de alguna maceta (...nuestra manía de ponerlas demarcando porterías)...

               Era escuchar la sintonía de la serie de dibujos animados "Ulises 31", para volver a nuestros puestos en la manta frente al "Radiola". Hoy, me ha dado escalofrío volver a escuchar esta canción: